viernes, 12 de junio de 2015

Integración sí, pero ¿secesión primero? Edgar Piña Ortiz

Integración Económica sí, pero ¿secesión primero?


El globo terráqueo vive, ha vivido y seguirá viviendo dos procesos paralelos aparaentemente contradictorios que son los de integración económica y la secesión política y territorial.

En este trabajo, a partir de la observación de estos procesos en el mundo y con el apoyo de autores acreditados que analizan el fenómeno desde el punto de vista del derecho y de la economía, deja planteada la pregunta de si no será necesario para los países --cualquiera que sea su nivel de desarrollo y principalmente si no han logrado una economía sólida y en avance--, secesionarse antes de integrarse con países o naciones que puedan representar un obstáculo para la prosperidad de sus habitantes.

Presentación del tema

https://www.youtube.com/watch?v=ZKmwcaHlzNM

martes, 17 de marzo de 2015

SOMOS CUENTOS DE CUENTOS CONTANDO CUENTOS, NADA.

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JOSE SARAMAGO





Abordar un texto literario, cualquiera que sea el grado de profundidad o amplitud de su lectura, presupone, y oso decir que presupondrá siempre, una cierta incomodidad de espíritu. Es como si una consciencia exterior estuviera observando con ironía la futilidad relativa de nuestros análisis, ya que estando ellos obligados a organizar en el complejo sistema capilar del texto un itinerario continuo y una univocidad coherente, al mismo tiempo abandonan, motu proprio, los mil y un caminos ofrecidos por otros itinerarios posibles, no obstante sepamos que sólo después de haber recorrido todos los caminos, aquellos y el que se eligió, podríamos acceder al significado último del texto, suponiendo que lo que llamamos texto tenga un último significado, un no más allá. Sin contar que una lectura supuestamente totalizadora no haría nada más que añadir a la red sanguínea del texto una ramificación nueva, un circuito nuevo, que impondrían la necesidad de una nueva lectura…

En materia como ésta, más habitualmente frecuentada por críticos y ensayistas, que siempre saben mejor incluso cuando no conocen tanto, no se espere encontrar revelaciones trascendentes o particulares novedades. Como escritor soy un empírico que aprendió con la experiencia, no un teórico. Convengamos, sin embargo, que no sería justo negarle al que hace las cosas el derecho a reflexionar sobre su propio trabajo, y de ese derecho es del que me arrogaré para expresar, como quien va alumbrando poco a poco su propio camino, algunas ideas sobre los cómos y los porqués de lo que he escrito hasta ahora.

Se ha generalizado la observación entre la crítica, y es opinión muy arraigada entre los lectores, que una parte considerable del trabajo literario que desarrollé hasta El Evangelio según Jesucristo tiene sus raíces más profundas implantadas en la Historia, bien la de los hombres en general, bien la de mi país de nacimiento en particular. No seré yo quien lo niegue, una vez que las pruebas, abundantes e irrefutables, están a la vista de todos, pero me gustaría ser capaz de sobrepasar una evidencia tan inmediata e intentar inscribir esa relación con la Historia en un marco filosóficamente más exigente, el marco de lo que llamaría, con cierta ironía defensiva, mi acuerdo privado con el Tiempo y una difusa comprensión de lo que éste podría ser.

Para dejar definida la posición que adopto en este asunto, adelanto ya una proposición que ni siquiera aspira a ser polémica, porque es absurda desde una perspectiva científica o sencillamente lógica. Consiste ésta ( desde el punto de vista en que me sitúo, que es el de la creación literaria como intento de lectura del universo y de interpretación del ser humano), consiste esta proposición, repito, en considerar el Tiempo no como una sucesión ininterrumpida de instantes, sino como la proyección continua de esos instantes en un plano que imagino oblicuo, situado hacia arriba y hacia abajo, igual que una hoja de papel que se mueve por la acción del rodillo de la máquina de escribir. En ese movimiento se van inscribiendo sucesivamente señales separadas unas de otras, pero coincidentes en la misma hoja, en el mismo plano, o, para regresar a mi idea del Tiempo, señales que son momentos, que son hechos, vidas que son como dibujos inscritos en diferentes épocas, pero en una misma infinita pantalla, haciendo así vecinos, parientes y hermanos al hombre de Neanderthal y Einstein, Mozart y Picasso, la Divina Comedia y El Quijote, Hiroshima y César Augusto, Giordano Bruno y Torquemada, la Capilla Sixtina y Auschwitz , Kafka y Beethoven, yo mismo y mis tatarabuelos….El Tiempo, pues, concebido como sincronía absoluta, el rechazo de un diacronismo mecánico y fatal, he aquí lo que, obsesivamente, cada palabra que escribo está tratando traducir.

Claro que no olvido aquel continuo movimiento, aquel flujo invisible e inapelable que conduce a los seres del nacimiento a la muerte, de la juventud a la vejez, del vigor a la decrepitud. No olvido la sucesión inaprehensible de los días y de las estaciones, el tic tac de los relojes mecánicos, el deslizarse insidioso de las agujas de los relojes eléctricos, el implacable palpitar de los relojes digitales. Y no olvido tampoco lo que nos dijo Shakespeare, que “ la vida es una sombra que pasa, un pobre actor que se pavonea y agita en escena durante una hora y después nunca más se oye, una historia contada por un idiota, llena de ruidos y de furia, sin ningún significado”

Así ha sido y es bastante que así sea. Porque aquella fugitiva sombra que fue la vida de Shakespeare, si es cierto que pasó, si es cierto que desapareció en ese pasado del que nadie puede volver, también es verdad que no solo pasó para lo que entonces era su futuro, es decir, este presente que somos y en el que estamos, como que igualmente pasará, sombra viva y perenne, para los futuros de hoy. El idiota que cuenta historias y no se calla es nuestra propia vida, somos nosotros, porque somos los únicos seres en la tierra que pueden contarlas y escribirlas, pintarlas, ponerlas en música, construir con ellas las casas en que vivimos y los caminos por donde andamos. No tendremos, probablemente, otro destino, y si alguna vez llegamos a las estrellas, ojalá nunca hagamos en ellas nada peor que contar nuestras historias, aunque no consigamos retirar por completo de los cuentos que contemos los ruidos y la furia con que seguimos viviendo nuestras historias terrestres.

Al escritor – sueño y pensamiento reunidos - no se le podrá exigir que nos explique los motivos, desvende los propósitos y señale los caminos. El escritor va borrando los rastros que dejó, crea tras de sí un desierto, razón por la cual el lector tendrá que trazar y abrir, en el terreno así alisado, una ruta suya, personal, que jamás coincidirá totalmente, jamás se yuxtapondrá a la ruta del escritor, para siempre escondida. A su vez, el escritor, barridas las señales que marcaron en el suelo, no sólo el sendero por el que vino, sino también las dudas, las pausas, las hipotéticas bifurcaciones, no sabrá decirnos por qué caminos llegó a donde ahora se encuentra. Ni el lector puede reconstituir el itinerario del escritor, ni el escritor puede reconstituir el itinerario del texto: el lector solamente podrá interrogar al texto acabado, el escritor tal vez debiera renunciar a decir cómo lo hizo. Pero ya sabemos que no renunciará.

Quien lee ¿ para qué lee? ¿ Para encontrar, o para encontrarse? Cuando el lector se asoma a la entrada de un libro , ¿ es para conocerlo, o para reconocerse a sí mismo en él? ¿Quiere el lector que su lectura sea un viaje de descubridor por el mundo del poeta ( poeta es todo el hacedor literario), o, sin querer confesarlo, sospecha que ese viaje no será nada más que un recorrido por sus propias y conocidas veredas? ¿ No serán el escritor y el lector como dos mapas de carreteras de países o regiones diferentes que, al sobreponerse, transparentes hasta cierto punto, uno y otro, por la lectura, se limitan a coincidir algunas veces en trechos más o menos largos del camino, dejando inaccesibles y secretos espacios no comunicantes, por donde circularán, solos, sin compañía, el escritor en su escritura, el lector en su lectura?

¿ Qué hacemos, los que escribimos? Nada más que contar historias. Las contamos los novelistas, las contamos los dramaturgos, las contamos los poetas, nos la cuentan igualmente aquellos que no son, y no llegarán a ser nunca, poetas, dramaturgos o novelistas. El simple pensar y el simple hablar cotidiano son ya una historia. Las palabras proferidas y las apenas pensadas, desde que nos levantamos de la cama, por la mañana, hasta que a ella regresamos, llegada la noche, sin olvidar las palabras de los sueños y las que a los sueños intentan describir, constituyen historias con una coherencia interna propia, continua algunas veces, fragmentadas casi siempre, pero que podrían ser organizadas, articuladas y dispuestas en historias escritas.

El escritor, ése, todo cuanto hace, desde la primera palabra, desde la primera línea, desde el primer párrafo, será en obediencia a una intención – ahora directa, ahora oculta - aunque, en cierto modo, siempre discernible y más o menos patente, en el sentido de que al escribir está obligado a facultar al lector, paso a paso, datos suficientes para que él pueda, sin mayor dificultad, aprehender lo que, pretendiendo presentarse, como nuevo, diferente, tal vez original, era, al fin y al cabo, conocido porque, sucesivamente, iba pudiendo ser re-conocido. El escritor es un ejemplo de mistificador, cuenta historias para que los lectores, las reciban como creíbles y duraderas, pese a saber que ellas no son más que unas cuantas palabras suspendidas de eso que llamó el inestable equilibrio del fingimiento, palabras frágiles, permanentemente asustada por la atracción de un no sentido que las empuja al caos, fuera de los códigos convenidos, cuya llave descifradora en cada momento, amenaza con perderse.

No olvidemos, sin embargo, que así como las puras verdades no existen, tampoco pueden existir puras falsedades. Porque si es cierto que toda verdad lleva consigo, inevitablemente, una parcela de falsedad, aunque no sea más que por la insuficiencia expresiva de las palabras que usamos, también es cierto que ninguna falsedad llegará a ser tan radical que no acarre, incluso contra las intenciones del embustero, una parcela de verdad. Hay en la falsedad, por consiguiente, dos verdades: aquella que le es propia en cada caso – la verdad primaria ( ejemplo: “ Si yo soy falso y digo que lo soy, estoy diciendo, sin pretenderlo, una verdad incuestionable…”) – y la verdad residual de que la falsedad acabó por ser vehículo involuntario, transportando y comunicando esa verdad, a su vez, como una condena de la que no puede escapar, su propia parcela de falsedad…

De fingimientos de verdades y verdades de fingimiento se hacen, pues, las historias. Con todo, y a despecho de lo que en el texto se nos presenta como una evidencia material, la historia que al lector más debería interesar no es, en mi opinión, la que le va a ser propuesta por la narrativa. Cualquier ficción ( hablando ahora de lo que me es más próximo ) no está formada solamente por personajes, conflictos, situaciones, lances, sorpresas, efectos de estilo, juegos malabares, exhibiciones gimnásticas de técnica narrativa, una ficción es, como toda obra de arte, la expresión más ambiciosa y arriesgada de una parcela de la especie, humana, es decir, su autor. Me pregunto, incluso, si lo que determina al lector a leer no será la esperanza no consciente de descubrir dentro de la novela – más que la historia que le será contada – la persona invisible, pero omnipresente, del autor. Tal como creo entenderla, l a novela es una máscara que esconde y al mismo tiempo revela los trazos del novelista. Probablemente el lector no lee la novela, probablemente lee al novelista.

No quiero con esto significar que el autor deba caer en la trampa de las siempre dudosas facilidades del confesionalismo literario, de la misma manera que no pretendo invitar al lector a entregarse a trabajos de detective o de antropólogo, buscando pistas o removiendo estratos geológicos , al fondo de los cuáles, como un culpable o como una víctima, o como un fósil, se encontraría escondido el autor… Muy por el contrario; lo que digo es que el autor está en el libro todo, que el autor es todo el libro, incluso cuando el libro no consiga ser todo el autor. En verdad, no creo que haya sido para escandalizar a la sociedad de su tiempo por lo que Flaubert declaró que Madame Bovary era él mismo. Incluso podremos decir que tal afirmación, por muy exagerada que parezca, no peca por exceso, sino por defecto: Flaubert se olvidó de decirnos qué él era también el marido y los amantes de Emma, que era la casa y la calle, que era la ciudad y todos cuantos, de todas condiciones y edades, en ella vivían, casa, calles y ciudades imaginarias o reales, da lo mismo. Porque la materia y el espíritu, la sangre y la carne de todos ellos, tuvieron que pasar, enteros, por un único ser, Gustave Flaubert, esto es, el hombre, la persona, el autor. También yo, aunque siendo tan poca cosa en comparación, soy la Blimunda y el Baltasar de Memorial del Convento, y en el Evangelio según Jesucristo no me limito a ser Jesús y María Magdalena, o José y María, soy igualmente el Dios y el Diablo que allí están…

Lo que el autor va narrando en sus libros no es su historia personal aparente. No es eso lo que llamamos relato de una vida, no es su biografía linealmente contada, cuántas veces anodina, cuántas veces sin interés, sino otra, la vida laberíntica, la vida profunda, aquella que él difícilmente osaría o sabría contar con su propia voz y con su propio nombre. Tal vez porque lo que hay de grande en el ser humano sea demasiado para caber en las palabras con que a sí mismo se define y en las sucesivas figuras de sí mismo que pueblan un pasado que nunca ha sido solamente suyo y que por eso se le escapará cada vez que intente aislarlo o aislarse en él. Tal vez, también, porque aquello en que somos pequeños y mezquinos es hasta tal punto común que nada de muy nuevo podría enseñar a ese otro ser pequeño y grande que es el lector….En el fondo, creo que nunca seremos más que la memoria que tenemos, y que esa es la única y plausible historia que podemos contar, bien viviéndola continuamente en nuestras propias vidas, bien distribuyéndola cada vez, con disimulo o sin él, en los personajes que vamos inventando, a su vez inventores de nosotros mismos.

La memoria….Hace unos cuantos años, cuando fui investido doctor honoris causa en la Universidad de Sevilla, pretendí citar, en mi discurso de agradecimiento, ciertas palabras que creía haber leído un día y que rezaban así: “ Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada” Buscando por la memoria, se las atribuí a Quevedo, pero, cuando llegó el momento de escribir este nombre, me entraron dudas, así que verifiqué donde debía para acabar descubriendo que no, que Quevedo no las había escrito. Volví a consultar la memoria, y ella, algo avergonzada y bastante menos segura de sus archivos, me propuso el nombre de otro poeta español: León Felipe. Apenas repuesto del cansancio que la búsqueda quevediana me causó, acogí la sugestión con alivio, pues la obra del autor de El Payaso de las bofetadas, comparada a la del autor de los Sueños, es brevísima. Tan breve en que bastaron pocos minutos para aclarar que las misteriosas palabras no habían salido de su pluma. Mi memoria me había vuelto a engañar.

Dejé, por tanto, de fiarme de ella y acudí a amigos y conocidos, tanto españoles como portugueses, por si acaso alguno sabría darme fe de un escritor que, por lo visto, parecía no haber dejado otra señal de su paso por este mundo. Uno de mis amigos me sugirió que mirase en Shakespeare, y yo, obediente y esperanzado, fui a explorar en Macbeth, que ahí, según él, se debía de encontrar mi pepita de oro. Pues no señor, no estaba en Macbeth, no estaba en Rey Lear, no estaba en Hamlet. Shakespeare, por muy genial que fuese, no había podido llegar a tanto…

Perdido en medio de la biblioteca universal, sin guía ni mapa, sin índice ni catálogo, no tuve más remedio que rematar de esta manera mi discurso en la Universidad de Sevilla “ Alguien ( ¿ quién? La memoria no me lo dice) escribió un día: “Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada”. Siete palabras melancólicas y escépticas que definen el ser humano y resumen la historia de la humanidad. Pero si es cierto que no pasamos de cuentos ambulantes, cuentos hechos de cuentos, y que vamos por el mundo contando el cuento que somos y los cuentos que aprendimos, igualmente pienso que nunca podremos llegar a ser más que esto, seres hechos de palabras, herederos de palabras, que van dejando, a lo largo del tiempo y de los tiempos, un testamento de palabras, lo que tienen y lo que son. La asistencia, amable, aplaudió, y yo bajé de la tribuna saboreando la miel del grado que me habían atribuido, pero con el amargor de una pregunta para la cual no había logrado encontrar respuesta. Y así pasamos, ella y yo, algunos años, hasta que llegó el día.

Estaba clasificando una parte de los miles de papeles que con la mudanza definitiva a Lanzarote llegaron de Lisboa, cuando me salió al paso un grueso libro en que se reunían fotocopias de noticias y artículos publicados en Francia. Paseando los ojos por él, encontré una entrevista que me había hecho el periódico Libération y de la que no me acordaba en absoluto. Me puse a leerla y de repente me saltó a la vista la frase tantas veces buscada y nunca encontrada. La había citado yo , yo mismo, no exactamente como la guardaba en la memoria, pero, desde luego, era ella: “ Somos cuentos contando cuentos, nada” El nombre del autor, escrito con todas las letras, también allí estaba: Ricardo Reis. Tenía en casa, tan cerca, lo que durante tanto tiempo había buscado fuera. La frase en de aquel heterónimo de Fernando Pessoa que más me ha inquietado a lo largo de la vida, hasta el punto de que para resolver el conflicto ideológico que algunos de sus poemas me habían causado, no tuve otro remedio que escribir esa novela que algunos han leído, la que lleva el título El año de la muerte de Ricardo Reis.

¿ Cómo no lo recordé? ¿ Fallo de memoria? Tal vez no. A pesar de todo el respeto que a Fernando Pessoa debo, me atreveré a afirmar que las palabras que mi dudosa memoria había recordado, al mismo tiempo que inventaba y añadía otras - “ Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada” – dicen mucho más y, si tal soberbia me es permitida, mucho mejor lo que Ricardo Reis había querido decir. Ahora sólo me queda esperar que otra memoria, la de quien me esté leyendo, por ejemplo, sucesivamente recordando y olvidando, olvidando y recordando, añada a lo que yo mismo añadí la palabra que todavía sigue faltando. El testamento de las palabras, estimado lector, es infinito.


TRANSCRITO EN EL MES DE OCTUBRE DE 2014.
Colección CRISOL XXI, editorial Aguilar, 2001.