viernes, 27 de enero de 2012

Los mitos de la economía sonorense




Por muchos años la economía sonorense se ha caracterizado por su lento crecimiento, el notable rezago en la infraestructura, la polarización del ingreso, el aumento constante de la marginación urbana y rural, el agotamiento y deterioro de los recursos naturales, la inseguridad pública, la impunidad delictiva, la corrupción gubernamental, la emigración humana, la fuga de capitales y otros muchos desequilibrios y atrasos que sería largo enumerar.
En la base de esta perniciosa condición subyacen, emergen y se sobreponen una interesante colección de mitos, prejuicios y tabúes, mismos que mientras prevalezcan, el estado difícilmente logrará superar el lamentable subdesarrollo que se evidencia a unos metros de las principales calles de las ciudades, en la mayoría de los pueblos y a los lados de las carreteras y caminos.
Uno de los grandes mitos que impiden la búsqueda de vías eficaces hacia el desarrollo, es el que se refiere a la agricultura y la ganadería sonorense.
Enraizado en la ideología, políticas y programas de los gobiernos emergidos de la Revolución Mexicana en el siglo pasado, este mito ha logrado perpetuarse, enfermo y quejumbroso, pero vivito y demandante de subsidios hasta nuestros días.
No es difícil hoy en día revisar el discurso político, los informes gubernamentales, las disertaciones académicas, las piezas periodísticas y la literatura económica y política de la casi totalidad del siglo XX, en las que se refuerza la idea, el paradigma, el modelo nacionalista, revolucionario, proteccionista, autárquico.
En estas condiciones de pretendida autosuficiencia nacional y de también pretendida  sustitución de importaciones, el noroeste de la república desempeñó un rol de tremenda importancia en el abasto de alimentos, principalmente cereales y productos de origen animal.
De ahí los enormes esfuerzos de inversión y gasto público federal cuyo objetivo era convertir las planicies desérticas de Sonora en campos de cultivo que abastecieran la demanda creciente de un país de fronteras herméticas y de espaldas al desarrollo competitivo de otras partes del mundo.
Una vez colonizados los valles del Yaqui y Mayo en las primeras décadas del siglo pasado, cuyos riegos se hacían con los escurrimientos de la Sierra Madre captados en las presas para ello construidas en los dos grandes ríos del sur de Sonora, el interés se dirigió a la costa de Hermosillo y Caborca, zonas definitivamente desérticas cuyo riego hubo de basarse en la extracción y bombeo de aguas fósiles subterráneas.
Mientras la costa de Sonora mantuviera el pretencioso apodo de Granero de México, nadie debería de disentir aun cuando el rol de productor estuviera apalancado por tierras regaladas, financiamientos blandos o impagables, asistencia técnica gratuita, comercialización asegurada a precios de garantía y sobre todo agua, mucha agua, toda el agua necesaria prácticamente regalada.
Pero esta aberración productiva con el tiempo habría de exhibirse develada por dos grandes sucesos, natural uno y económico el otro. Por un lado, la madre naturaleza se inconformó ante el ecocidio, y por otro un entorno globalizado, de innovación tecnológica y mercantil, presionó las alambradas fronterizas exigiendo la disminución de obstáculos al flujo comercializador.
El agotamiento de los acuíferos milenarios, la intrusión salina y la inutilidad consecuente de las tierras de cultivo, fueron la respuesta de la naturaleza en unos cuantos años a la creación de un mito que pretendía establecer cultivos consumidores formidables del agua, el factor escaso en el desierto, aunque para ello hubiera, además, que subsidiar prácticamente todas las etapas del proceso productivo.
Fortalecida con los despojos del fracasado socialismo mundial, en la última década del siglo XX, se aceleró la emergencia de una economía global urgida de mercados ampliados que absorbieran las masivas producciones que la tecnología moderna hacía posible. La apertura se dio y llegó a Sonora sin dilación.
Aún bajo el efecto impactante de esta dupla de sucesos extraordinarios, la economía de Sonora ha podido retrasar un deterioro aún mayor, gracias a una actividad maquiladora, agrícola e industrial, que ha servido además para disfrazar la disfuncionalidad de un esquema productivo que jamás debió de haberse implantado.
Un modo productivo a todas luces incompatible con todos los modelos de crecimiento y desarrollo que en el mundo han operado, como son el de las ventajas comparativas, el basado en la dotación de factores, el de economías de escala y especialización y el todavía no superado de la creación de ventajas competitivas.
Un mito que, como muchos otros, nos obliga a vivir al margen de los impulsos innovadores y productivos, pero expuestos, terriblemente expuestos, a los efectos perniciosos de las crisis y recesiones nacionales y mundiales.
El desarrollo sustentable de Sonora obligadamente debe de inaugurarse sobre los escombros de los mitos y tabúes que hasta ahora han entorpecido el mejor destino que merece.

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