Por muchos años la economía sonorense se ha caracterizado
por su lento crecimiento, el notable rezago en la infraestructura, la
polarización del ingreso, el aumento constante de la marginación urbana y
rural, el agotamiento y deterioro de los recursos naturales, la inseguridad
pública, la impunidad delictiva, la corrupción gubernamental, la emigración
humana, la fuga de capitales y otros muchos desequilibrios y atrasos que sería
largo enumerar.
En la base de esta perniciosa condición subyacen, emergen y
se sobreponen una interesante colección de mitos, prejuicios y tabúes, mismos
que mientras prevalezcan, el estado difícilmente logrará superar el lamentable
subdesarrollo que se evidencia a unos metros de las principales calles de las
ciudades, en la mayoría de los pueblos y a los lados de las carreteras y
caminos.
Uno de los grandes mitos que impiden la búsqueda de vías
eficaces hacia el desarrollo, es el que se refiere a la agricultura y la
ganadería sonorense.
Enraizado en la ideología, políticas y programas de los
gobiernos emergidos de la Revolución Mexicana en el siglo pasado, este mito ha
logrado perpetuarse, enfermo y quejumbroso, pero vivito y demandante de
subsidios hasta nuestros días.
No es difícil hoy en día revisar el discurso político, los
informes gubernamentales, las disertaciones académicas, las piezas
periodísticas y la literatura económica y política de la casi totalidad del
siglo XX, en las que se refuerza la idea, el paradigma, el modelo nacionalista,
revolucionario, proteccionista, autárquico.
En estas condiciones de pretendida autosuficiencia nacional
y de también pretendida sustitución de
importaciones, el noroeste de la república desempeñó un rol de tremenda
importancia en el abasto de alimentos, principalmente cereales y productos de
origen animal.
De ahí los enormes esfuerzos de inversión y gasto público
federal cuyo objetivo era convertir las planicies desérticas de Sonora en
campos de cultivo que abastecieran la demanda creciente de un país de fronteras
herméticas y de espaldas al desarrollo competitivo de otras partes del mundo.
Una vez colonizados los valles del Yaqui y Mayo en las
primeras décadas del siglo pasado, cuyos riegos se hacían con los
escurrimientos de la Sierra Madre captados en las presas para ello construidas
en los dos grandes ríos del sur de Sonora, el interés se dirigió a la costa de
Hermosillo y Caborca, zonas definitivamente desérticas cuyo riego hubo de
basarse en la extracción y bombeo de aguas fósiles subterráneas.
Mientras la costa de Sonora mantuviera el pretencioso apodo
de Granero de México, nadie debería de disentir aun cuando el rol de productor
estuviera apalancado por tierras regaladas, financiamientos blandos o
impagables, asistencia técnica gratuita, comercialización asegurada a precios
de garantía y sobre todo agua, mucha agua, toda el agua necesaria prácticamente
regalada.
Pero esta aberración productiva con el tiempo habría de
exhibirse develada por dos grandes sucesos, natural uno y económico el otro.
Por un lado, la madre naturaleza se inconformó ante el ecocidio, y por otro un
entorno globalizado, de innovación tecnológica y mercantil, presionó las
alambradas fronterizas exigiendo la disminución de obstáculos al flujo
comercializador.
El agotamiento de los acuíferos milenarios, la intrusión
salina y la inutilidad consecuente de las tierras de cultivo, fueron la respuesta
de la naturaleza en unos cuantos años a la creación de un mito que pretendía
establecer cultivos consumidores formidables del agua, el factor escaso en el
desierto, aunque para ello hubiera, además, que subsidiar prácticamente todas
las etapas del proceso productivo.
Fortalecida con los
despojos del fracasado socialismo mundial, en la última década del siglo XX, se
aceleró la emergencia de una economía global urgida de mercados ampliados que
absorbieran las masivas producciones que la tecnología moderna hacía posible.
La apertura se dio y llegó a Sonora sin dilación.
Aún bajo el efecto impactante de esta dupla de sucesos
extraordinarios, la economía de Sonora ha podido retrasar un deterioro aún
mayor, gracias a una actividad maquiladora, agrícola e industrial, que ha
servido además para disfrazar la disfuncionalidad de un esquema productivo que
jamás debió de haberse implantado.
Un modo productivo a todas luces incompatible con todos los
modelos de crecimiento y desarrollo que en el mundo han operado, como son el de
las ventajas comparativas, el basado en la dotación de factores, el de
economías de escala y especialización y el todavía no superado de la creación
de ventajas competitivas.
Un mito que, como muchos otros, nos obliga a vivir al margen
de los impulsos innovadores y productivos, pero expuestos, terriblemente
expuestos, a los efectos perniciosos de las crisis y recesiones nacionales y
mundiales.
El desarrollo sustentable de Sonora obligadamente debe de
inaugurarse sobre los escombros de los mitos y tabúes que hasta ahora han
entorpecido el mejor destino que merece.
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