La historia jamás contada del abuelo Antonio
Por
Edgar Piña Ortiz
La imagen que la mayoría de las personas tienen respecto de sus abuelos
cuando estos ya se fueron, es diferente a la que yo tengo de mi abuelo Antonio
Ortiz.
Mientras muchos piensan en el abuelo como la persona de edad avanzada,
de barba y cabellera blancas, sentado apaciblemente en un sillón, fumando pipa
y sorbiendo brandy o café, a mi me atajan imágenes de un yori (hombre blanco, para los nativos del sur de Sonora) aventurero, indios Mayo, con machetes,
lanzas, arcos y flechas, agrediendo e insultando al que había sido capturado al
momento de cruzar el río por allá en Juliantabampo, caserío indígena entre
las comisarías de El Júpare y El Etchoropo, en el poniente del municipio de Huatabampo.
De mi madre Jovita Ortiz, una de las cuatro hijas del abuelo Antonio, logré registrar que éste había
sido apresado un par de veces por yoremes belicosos que no aceptaban a los
blancos que llegaban a posesionarse de sus tierras, en las vegas del río Mayo.
También capté el dato de que había muerto de pulmonía antes de cumplir los 44
años. Alguna foto, en el color sepia de lo antiguo, mostraba a un hombre joven,
entre veinte y treinta años, alto, delgado pero anguloso, de pelo corto, tal
vez castaño claro, parado al lado de un caballo, en una estampa de tiempos
idos.
La otra parte de la raíz de los Ortiz Valenzuela lo era la abuela
Ramona, de color y facciones indígenas. De ella muchas cosas se pueden contar
pero claramente entran más dentro del cuadro de la abuelita común que hace tortillas
y empanadas y puede cambiar de la caricia al regaño, en cualquier momento.
Mientras que por el lado de los Piña la historia es todavía más difusa, la
figura del abuelo Antonio recupera consistentemente su semejanza a
lo pionero, lo valiente, lo heroico.
El sombrero de alas amplias, el overall de mezclilla; los arados, las palas, los machetes,
el carretón y las bestias de carga y de
montura, se muestran en el recuerdo de una época en la que el número de
automóviles en Huatabampo no era mayor a
la docena, los mayos vestían de manta y huaraches y los parientes captados en las fotografías del viejo album familiar, semejaban
espadachines españoles.
En el valle de los años sesenta del siglo pasado, los sahuarales y pitahayares se veían por doquier y los carretones y arañas de tracción animal eran el principal medio de transporte.
Los relatos de los adultos en esos años aludían a
los tambores mayos retumbando en el gran valle, y a grupos de nativos, vistiendo
como en las películas de indios y vaqueros, montando un caballo y blandiendo un
rifle o un arco.
En el entorno predominantemente agrícola del Huatabampo de la sexta
década del siglo veinte, yo podía apenas imaginar el paisaje de otras épocas. Sobrepuesta a la visión real de un paisaje resplandeciente a la intensa luz del cielo sonorense, emergían escenas imaginarias de las
fiestas y rituales de los yoremes mayos en épocas ya transcurridas. Danzantes de pascola, de coyote y de
venado; impresionantes fariseos con
máscaras atemorizantes; matachines con coronas de espejos y sonaja en mano; capitanes
de caballos negros y machete en la montura, se escapaban de la contemporaneidad
de entonces para rememorar un pasado que se desvanecía al impulso de la colonización
agrícola.
Las imagen de un colono secuestrado, obligado a caminar por una cama de sal,
con los talones cortados por la vileza del mayo anardecido, emergida del
sentimiento de despojo, o la de un pionero capturado y amarrado, saltando a las
crecidas aguas del río para escapar de la tortura y la muerte, llenan el
reducido espacio de un recuerdo en desvanecimiento de la biografía jamás contada del
abuelo Antonio.
El tío abuelo José Ortiz, ya
viejo en el entonces de los años sesentas, hermano mayor sobreviviente al
abuelo Antonio, con su alargada figura, sus enormes manos y sus gastadas botas,
llegaba de vez en cuando en su caballo a llenar minutos de una historia jamás narrada. Recuerdo cómo, tras amarrar al zaino a cualquier árbol, jalaba una
silla que recargaba sobre la pared para masticar tabaco y platicar sucesos
salpicados de palabras en el dialecto Mayo. Un día también falleció y las ramas
de la familia se redujeron a mi mamá, la tía Antonia y el resto de primas y
primos cuya lista también se achica con el tiempo.
Pero la historia quedó inconclusa porque no hubo quien la rescatara. Ahí
quedó entre los adobes derrumbados de la casa grande, en el paisaje ahora
depredado de la parcela en la rivera del otrora poderoso río.
Sí, es una lástima que una biografía heroica no haya sido escrita. Es
lamentable que no exista una historia sobre la vida del abuelo Antonio.
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