lunes, 21 de abril de 2014

La despedida del tirano


Por Edgar Piña Ortiz (*)
Noticuba Internacional
Mexico, 24 de enero del 2007
Despierta cuando escucha voces como lejanas. Abre los apagados ojos y
se percata de las figuras borrosas de su hermano Raúl vestido de
traje y corbata, al doctor García Sabrino y Evelia la enfermera que
lo ha atendido minuto tras minuto desde que ingresó al hospital. Se
asombra de verlos ahí, pero no tiene fuerzas para externar su
asombro. Estaba seguro que segundos antes de despertar Camilo y
Ernesto habían estado ahí junto a su cama, con sus atuendos y sus
barbas de guerrillero. Trata de hablar pero no le responde su
garganta, sus labios no logran moverse y su lengua está seca, amarga,
pesada. Se acercan los tres -su hermano, el doctor y la enfermera- y
le hablan en voz baja, pausada, suave, pero no entiende lo que le
dicen y no está seguro de quién provienen las indescifrables palabras
que a duras penas logra escuchar. Trata de seguir con la mirada los
movimientos de la mujer de blanco quien se dirige a la cabecera de su
cama y revisa las botellas de líquido transparente que baja gota a
gota por una manguera hacia su mano delgada, enjuta, de piel manchada
e incapaz de moverse. Prefiere cerrar los ojos para tratar de tomar
fuerza y estar en capacidad de preguntarle al doctor Sabrino si hay
alguna mejoría en su salud. Luego intenta poner en orden su confuso
pensamiento porque tiene muchas preguntas que hacer a Raúl y muchas
más órdenes que dar. Pero no lo logra y vuelve a caer en ese
laberinto negro, caótico, insoportable en el cual se desliza hacia
abajo y del cual emergen alternadamente los rostros de sus camaradas
de la guerrilla, los compañeros del partido, los jefes de las
dependencias de gobierno, los diplomáticos, los políticos de otros
países, los escritores, los deportistas, los artistas y luego los
rostros de negros, de mulatos, de castizos, de niños, de guardias, de
secretarios, de colaboradores que le rodeaban siempre en sus
discursos, en sus mítines, en sus giras por la isla. Los rostros
emergen de la nube negra del torbellino en el que se desliza y luego
se ocultan para ceder el lugar a otras caras, otros gestos. Va
cayendo, claro siente que va hacia abajo, pero no desea llegar porque
sabe, presiente, algo le dice que allá abajo, al final del remolino,
se encuentran cientos, miles de cadáveres. Cubanos muertos en la
Sierra Maestra, cubanos muertos en las cárceles, en los hospitales,
en las calles, en los bohíos, en las selvas, en los ríos, en las
playas, en los mares que rodean a Cuba. Se hunde en la inconciencia
total.
La Plaza de Armas está repleta. Toda la Habana y parte de las
provincias cubanas están presentes. El comandante Fidel Castro,
Presidente del Consejo de Ministros y Jefe de Estado y de Gobierno,
Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Primer
Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el amo
y señor de la isla, la piedra en el zapato del imperialismo yanqui,
el ídolo indiscutible de todos los individuos del mundo que creen en
el triunfo incontenible del socialismo en la tierra, tiene el
micrófono frente a él. Recorre con ágil mirada a la multitud alegre,
inquieta, feliz, que silva, que grita, que aplaude, que levanta las
manos, que agita los puños al aire en señal de victoria. Se frota la
barba, coloca el enorme habano sobre un cenicero discretamente
acomodado en el podium, toma un sorbo de agua de un vaso cercano y se
dispone a hablar, pero en ese momento la multitud desaparece, se
esfuma, solo ve una neblina espesa, negra, que ondula en el espacio
cercano al piso de la plaza. Busca en su entono inmediato pero los
rostros, los cuerpos de quienes le rodean no están ahí. Se frota los
ojos y trata de discernir lo que pasa. Ahora ve cruces, tumbas,
celdas repletas de cuerpos inermes, fusiles, pistolas, despojos verde
oliva de uniformes militares. Y luego el remolino otra vez. Trata de
hacer un gesto de dolor, intenta quejarse pero nada logra. Es mucho
el dolor, es insufrible la angustia y decide entregarse al remolino,
pero en ese momento siente la mascarilla de oxígeno que se pega con
fuerza a su rostro. Se queda inconsciente.
Ahora está en su bunker de El Vedado. Recién estrenado su uniforme
verde oliva. Su puro en la mano, un vaso de ron en la otra. Enfrente
de él sus ayudantes y colaboradores. Toma unos papeles y pretende
leerlos. Escucha las conversaciones primero confusas, después
entendibles. Hablan de él, hablan de su enfermedad, de las
intervenciones quirúrgicas. Se percata que las voces suben de tono,
se acusan unos a otros, se culpan de traiciones, de mentiras, de
conspiraciones. Observa de reojo a Raúl que platica con Sabrino y
parece entender que éste se niega a algo que Raúl insiste. Voltea a
otro lado y ve a Camilo platicando con Pérez Roque y con Juan
Almeida, pero le asalta la duda. Le chupa al puro, le sorbe al ron,
afina el oído, afina la mirada: sí es Camilo y más allá está Huber y
cerca del librero Ernesto fumando un puro y acaparando la
conversación. Trata de clarificar en su mente si Camilo y Ernesto y
Huber están vivos o él está mal. Trata de concentrarse en los
papeles, mientras clarifica lo que está pasando, pero no lo logra.
Decide levantarse para pedir silencio o que abandonen su oficina
porque él está trabajando, pero no lo logra. Coloca el puro en el
cenicero y se levanta del sillón. Levanta la voz: ¡Señores!, grita
pero nadie lo escucha. Todos siguen sin inmutarse. Aclara la
garganta, carraspea y grita de nuevo: ¡Compañeros!, pero todo sigue
igual. ¿Qué pasa? Se pregunta él mismo y todos los reunidos se
desdibujan, se desvanecen y sólo queda una mujer de negro allá en el
rincón, donde está el perchero que sostiene las gorras militares de
su propiedad. No le ve la cara, pero siente una mirada profunda,
definitiva. Vuelve la vista hacia el recinto y otra vez ve la bruma,
la negra neblina que le rodea.
Ahora despierta. Puede oír. Puede ver. Está en su cama. Ahí esta
Evelia y otra enfermera. Le están limpiando las costuras en el
abdomen. Nada siente cuando lo tocan, nada más ve las gasas que
limpian costras y sangre que fluye de adentro. Hablan pero no logra
escuchar lo que dicen. Trata de hablar, pero sólo consigue un quejido
y luego la mirada de las dos muchachas que voltean a verle el rostro,
los labios. Una de ellas camina hacia una mesita y toma una jeringa y
una ampolleta. Luego inyecta el líquido en la botella que cuelga a un
lado de la cabecera de su cama. Se pierde.
Va caminado ahora con paso firme por los pasillos de Villa Marista,
una de las prisiones de la Habana. Va seguido de sus ayudantes y sus
colaboradores. El puro no falta y emerge humeante de su barba negra,
abundante y rotunda. Se acomoda el cinturón del que cuelga una pesada
escuadra calibre 44. Sigue caminando hacia un patio cerrado por
enormes muros de ladrillo. En el suelo está un harapiento prisionero
de esquelético cuerpo. Se adelanta uno de sus ayudantes y le ordena
pararse. El preso no logra sostenerse y el ayudante lo tiene que
auxiliar tomándolo de la camisa por la espalda. Se acerca Fidel y le
dice: Me dicen que tienes algo que decirme. Hazlo pronto porque no
tengo mucho tiempo. El débil individuo no contesta, sólo una mirada
incisiva, cargada de asco y de desprecio, sale de sus ojos hinchados
rodeados de una costra negra y desagradable. El comandante insiste:
Te vamos a fusilar hoy mismo, ¿qué es lo quieres decir? Transcurren
unos minutos y el prisionero no contesta. El autócrata se da la
vuelta y le dice al teniente Moscoso: Fusílenlo inmediatamente. En
ese momento el prisionero habla: ¡Hey!… El déspota voltea hacia el
individuo que ya fue dejado caer por el esbirro. Luego dice con
fuerza: ¡Fidel!… ¡Púdrete maldito! El dictador sigue caminando, pero
luego se frena. Se lleva la mano a la pistola, desenfunda y dispara.
El primer balazo le destroza la cabeza al prisionero. Pero el tirano
sigue disparando hasta que se queda sin balas. Le da el arma a uno
de sus ayudantes y le dice: ¡reabastézcala, capitán¡ Y sigue
caminado. Pero ha avanzado sólo unos cuantos pasos, cuando escucha
nuevamente: ¡Púdrete, maldito! Voltea rápidamente pero ya no ve al
prisionero, sólo un bulto negro que se levanta y se le va encima…
En su cama el maldito ha cesado de respirar.
(*) Profesor universitario mexicano

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