lunes, 18 de julio de 2022

Crónica del valle envenenado

   Por Edgar Piña Ortiz

Por allá en los lejanos años de mi infancia, como parte de un paseo a una playa del sur de Sonora,  viví una experiencia de esas que el tiempo no logra borrar. Al final de la cosecha de algodón en un campo agrícola  en las inmediaciones de El Baburo, municipio de Huatabampo, el agricultor invitó a la los pizcadores de la blanca fibra, a un día de pesca en las playas y esteros cercanos a El Pozo Dulce, al sur de El Siaric.

Alrededor de 40 paisanos –trabajadores de Guerrero y Oaxaca, principalmente--  encaramados en una batanga jalada por un tractor, partimos felices de no trabajar ese día y más felices ante la expectativa de comer pescado fresco, en un caluroso día de agosto en el Valle del Mayo

El peculiar transporte, era conducido por El Pipizque, un individuo menor a treinta años, parlante fluido del idioma Mayo y cuyo aspecto mostraba sin lugar a dudas a un sujeto estándar de la región, pero de un color de piel rojizo y un bigote ralo de cabellos amarillos. El extrovertido y amistoso Pipizque, resultó también ser el pescador titular del viaje y todavía no se terminaban de bajar de la batanga los paisanos, cuando él ya estaba preparando una tarraya de respetables dimensiones.

Serían alrededor de las 10 de la mañana cuando el héroe de la película tiró su primer lance, en una playa que a la luz intensa del verano sonorense, resplandecía esplendorosa, mostrando enormes manchones de agua inquieta, efervescente, burbujeante, al aletear de miles de peses seguramente disputándose los nutrientes que el cambio de mareas solía arrastrar a las aguas costeras del Golfo de California.

No fueron muchos los lances que el tractorista-pescador de El Baburo, tuvo que hacer para arrimar a la playa docenas y docenas de unas lizas enormes todavía moviéndose desesperadamente al sentirse fuera de su ambiente. En una enorme fogata, los invitados asamos las enormes y apetitosas lizas, las cuales eran tatemadas enteras y al lograr el cocimiento apropiado eran abiertas  para extraer lo no comestible y aderezar el resto con sal, limón, salsa y las benditas tortillas.

La abundancia de especies de mariscos, moluscos, peces,  aves y mamíferos, era un dato conocido y tal vez no apreciado en aquellos días, como lo demuestra la precariedad de las colonias observables y capturables en la actualidad. Este  5 de Junio, Día Mundial del Medio Ambiente, establecido por la Organización de las Naciones Unidas para fomentar el cuidado del ambiente, me vino a la mente aquel paisaje virgen, prístino de la costa sur de Sonora en la segunda mitad del siglo pasado.

Un recorrido real o virtual,  por las costas de Sonora, nos muestra un paisaje substancialmente modificado. Donde antes había esteros, lagunas, manglares, dunas y canales naturales, ahora hay caminos, estanques, cercas, muros, construcciones acabadas y en proceso y por supuesto la presencia humana, con deshechos, basura, ruidos y una ceguera total a los daños que la naturaleza ha recibido, recibe y recibirá por muchos años.

Los ecosistemas de la franja costera, que por décadas han recibido toneladas y toneladas de desechos humanos, incluyendo aguas negras y agroquímicos de todo tipo con altos niveles de toxicidad, en los recientes años han recibido el embate despiadado de granjas acuícolas, las cuales, con estudios o sin estudios de impacto ambiental, han modificado radicalmente los ecosistemas trayendo como consecuencia la devastación del hábitat de las especies residentes y migratorias y en muchos casos la extinción de flora y fauna terrestre y marítima.

A la destrucción explícita que trajo la colonización agrícola de los valles de Sonora, y  toda su cauda de agresiones, maltratos y aniquilamientos durante el pasado siglo, se agregó el ecocidio de los deshechos y residuos de una agricultura extensiva, altamente demandante de fertilizantes, pesticidas y de la escasa agua del desierto.

El aferramiento de los agricultores y el gobierno que los apoya, a un modelo de producción cerealera  que se caracteriza por su absoluta  falta de competitividad en los mercados nacionales y mundiales, resulta ser también francamente depredador del recurso natural y necesariamente demandante de cuantioso subsidios de origen fiscal, que finalmente benefician a un reducido sector de los habitantes del estado.

La  agricultura extensiva sonorense, herencia intocable del siglo pasado, con su alrededor de 500 mil hectáreas de cultivo, principalmente trigo, no tiene las ventajas comparativas ni competitivas, que le permitan prosperar sin los llamados apoyos, subsidios constantes y sonantes, frente a productores mundiales de primer mundo, que son naturalmente Estados Unidos y Canadá.

Las condiciones naturales ventajosas en las que se desarrolla la agricultura cerealera de Norteamérica, -- el medio oeste estadounidense y la gran pradera canadiense--, le permite a esa industria agrícola producir trigos de calidad a costos realmente bajos, que posibilitan precios al 50% de los precios nacionales  y regionales. Esa es la razón por la cual la agricultura cerealera de Sonora a un siglo de su implantación en el desierto sonorense, está destinada a abandonarse para dar lugar a una agricultura sustentable, basada en especies propias de zonas áridas, con climas extremos y escases marcada de agua, complementada con cultivos en ambientes controlados, donde la utilización del vital líquido no sea predatorio y el uso de insecticidas, fertilizantes, fungicidas y herbicidas se reduzca al mínimo y en forma vigilada.

Agricultura, acuacultura, ganadería, urbanización y la pesca costera y de altura, están teniendo un impacto catastrófico en el medio ambiente sonorense y no parece haber presencia de grupos u organizaciones que levanten la mano y muevan un dedo para detener el ecocidio.

Las formas de vida microscópicas como bacterias, virus y hongos, son también parte de las cadenas bióticas con las cuales convivimos  y compartimos el ambiente, al igual que las especies mayores de la flora y de la fauna terrestre y marina. Las alteraciones que el hombre inflige a la naturaleza tienen un costo que más temprano que tarde tenemos que pagar y ahí estamos todos los sonorenses presentes y  futuros, los actuales y los venideros.

Hagamos algo.

 

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