Por Edgar Piña Ortiz
Por allá en
los lejanos años de mi infancia, como parte de un paseo a una playa del sur de
Sonora, viví una experiencia de esas que
el tiempo no logra borrar. Al final de la cosecha de algodón en un campo
agrícola en las inmediaciones de El
Baburo, municipio de Huatabampo, el agricultor invitó a la los pizcadores de la
blanca fibra, a un día de pesca en las playas y esteros cercanos a El Pozo
Dulce, al sur de El Siaric.
Alrededor de
40 paisanos –trabajadores de Guerrero y Oaxaca, principalmente-- encaramados en una batanga jalada por un
tractor, partimos felices de no trabajar ese día y más felices ante la
expectativa de comer pescado fresco, en un caluroso día de agosto en el Valle
del Mayo
El peculiar
transporte, era conducido por El Pipizque, un individuo menor a treinta años,
parlante fluido del idioma Mayo y cuyo aspecto mostraba sin lugar a dudas a un sujeto
estándar de la región, pero de un color de piel rojizo y un bigote ralo de
cabellos amarillos. El extrovertido y amistoso Pipizque, resultó también ser el
pescador titular del viaje y todavía no se terminaban de bajar de la batanga
los paisanos, cuando él ya estaba preparando una tarraya de respetables
dimensiones.
Serían
alrededor de las 10 de la mañana cuando el héroe de la película tiró su primer
lance, en una playa que a la luz intensa del verano sonorense, resplandecía
esplendorosa, mostrando enormes manchones de agua inquieta, efervescente,
burbujeante, al aletear de miles de peses seguramente disputándose los nutrientes
que el cambio de mareas solía arrastrar a las aguas costeras del Golfo de
California.
No fueron
muchos los lances que el tractorista-pescador de El Baburo, tuvo que hacer para
arrimar a la playa docenas y docenas de unas lizas enormes todavía moviéndose
desesperadamente al sentirse fuera de su ambiente. En una enorme fogata, los
invitados asamos las enormes y apetitosas lizas, las cuales eran tatemadas
enteras y al lograr el cocimiento apropiado eran abiertas para extraer lo no comestible y aderezar el
resto con sal, limón, salsa y las benditas tortillas.
La
abundancia de especies de mariscos, moluscos, peces, aves y mamíferos, era un dato conocido y tal
vez no apreciado en aquellos días, como lo demuestra la precariedad de las
colonias observables y capturables en la actualidad. Este 5 de Junio, Día Mundial del Medio Ambiente,
establecido por la Organización de las Naciones Unidas para fomentar el cuidado
del ambiente, me vino a la mente aquel paisaje virgen, prístino de la costa sur
de Sonora en la segunda mitad del siglo pasado.
Un recorrido
real o virtual, por las costas de
Sonora, nos muestra un paisaje substancialmente modificado. Donde antes había
esteros, lagunas, manglares, dunas y canales naturales, ahora hay caminos,
estanques, cercas, muros, construcciones acabadas y en proceso y por supuesto
la presencia humana, con deshechos, basura, ruidos y una ceguera total a los
daños que la naturaleza ha recibido, recibe y recibirá por muchos años.
Los ecosistemas
de la franja costera, que por décadas han recibido toneladas y toneladas de desechos
humanos, incluyendo aguas negras y agroquímicos de todo tipo con altos niveles
de toxicidad, en los recientes años han recibido el embate despiadado de
granjas acuícolas, las cuales, con estudios o sin estudios de impacto ambiental,
han modificado radicalmente los ecosistemas trayendo como consecuencia la
devastación del hábitat de las especies residentes y migratorias y en muchos
casos la extinción de flora y fauna terrestre y marítima.
A la
destrucción explícita que trajo la colonización agrícola de los valles de
Sonora, y toda su cauda de agresiones,
maltratos y aniquilamientos durante el pasado siglo, se agregó el ecocidio de
los deshechos y residuos de una agricultura extensiva, altamente demandante de
fertilizantes, pesticidas y de la escasa agua del desierto.
El
aferramiento de los agricultores y el gobierno que los apoya, a un modelo de
producción cerealera que se caracteriza
por su absoluta falta de competitividad
en los mercados nacionales y mundiales, resulta ser también francamente
depredador del recurso natural y necesariamente demandante de cuantioso
subsidios de origen fiscal, que finalmente benefician a un reducido sector de
los habitantes del estado.
La agricultura extensiva sonorense, herencia
intocable del siglo pasado, con su alrededor de 500 mil hectáreas de cultivo,
principalmente trigo, no tiene las ventajas comparativas ni competitivas, que
le permitan prosperar sin los llamados apoyos, subsidios constantes y sonantes,
frente a productores mundiales de primer mundo, que son naturalmente Estados
Unidos y Canadá.
Las
condiciones naturales ventajosas en las que se desarrolla la agricultura
cerealera de Norteamérica, -- el medio oeste estadounidense y la gran pradera
canadiense--, le permite a esa industria agrícola producir trigos de calidad a
costos realmente bajos, que posibilitan precios al 50% de los precios
nacionales y regionales. Esa es la razón
por la cual la agricultura cerealera de Sonora a un siglo de su implantación en
el desierto sonorense, está destinada a abandonarse para dar lugar a una
agricultura sustentable, basada en especies propias de zonas áridas, con climas
extremos y escases marcada de agua, complementada con cultivos en ambientes
controlados, donde la utilización del vital líquido no sea predatorio y el uso
de insecticidas, fertilizantes, fungicidas y herbicidas se reduzca al mínimo y
en forma vigilada.
Agricultura,
acuacultura, ganadería, urbanización y la pesca costera y de altura, están
teniendo un impacto catastrófico en el medio ambiente sonorense y no parece
haber presencia de grupos u organizaciones que levanten la mano y muevan un
dedo para detener el ecocidio.
Las formas
de vida microscópicas como bacterias, virus y hongos, son también parte de las
cadenas bióticas con las cuales convivimos
y compartimos el ambiente, al igual que las especies mayores de la flora
y de la fauna terrestre y marina. Las alteraciones que el hombre inflige a la
naturaleza tienen un costo que más temprano que tarde tenemos que pagar y ahí
estamos todos los sonorenses presentes y futuros, los actuales y los venideros.
Hagamos
algo.
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