El Espejo Humeante
Por
Edgar Piña Ortiz
“La
ceremonia en honor del dios Tezcatlipoca, entre los aztecas, era impresionante
dramática, cubierta con el sentimiento conmovedor con que vemos la supresión
deliberada de una vida.
Técpatl, El Cuchillo de Pedernal, había encontrado al fin la verdadera felicidad de representar al dios Tezcatlipoca, al ser seleccionado para el papel de El Joven Divino aquel año.
Al principio, la sola idea de que iba a ser sacrificado le causaba un terror como nunca lo sintió en la propia guerra, ni aun cuando fue capturado por los guerreros tenochcas, en la última batalla en la que participó. Pero con el paso de los días, cuando entendió el tratamiento de dios que toda la gente le daba, pensó que valía pagar con la vida todos aquellos homenajes y atenciones. De no ser fuerte y de buena figura, tal vez ya hubiera sido sacrificado, sin mayor decoro, en cualquiera de los múltiples sacrificios que los aztecas ofrecen a sus no pocos dioses en todas las épocas del año. Ahora que se le otorgaban los atributos del Dios Principal, estaba en libertad de cumplir los anhelos de su corazón y de dar rienda suelta a los impulsos de su juventud.
Estaba alojado en las espléndidas habitaciones del Palacio Imperial de Moctezuma I, Gran Tloatani o Señor de los aztecas, donde era tratado con el mismo respeto y reverencia, y servido con igual lujo y derroche como si se tratara del propio monarca. Estaba en condiciones de hacer lo que su voluntad dictara, no se le exigía nada, excepto escoger sus goces y pasatiempos de modo que fueran dignos del dios que representaba y que no estropeasen de modo alguno la belleza, perfección y fortaleza de su cuerpo, el cual iba a ser la ofrenda suprema al dios Espejo Humeante, al inicio de la temporada de lluvias.
Ya vestido y ataviado al nuevo modo, Técpatl, El Cuchillo de Pedernal, fue dejado sólo un buen rato, lo cual aprovechó para pensar en la dicha inmensa que seguro estaba habría de sentir en la compañía de cuatro jóvenes doncellas que también habían sido preparadas para unirse al seleccionado, precisamente el mes anterior a su sacrificio.
Aquella promesa, aquella expectación que la imaginación le ponía ante la percepción de sus sentidos y le entibiaba la sangre y la piel toda de su cuerpo, le hacía experimentar un extraño pero confortable vigor que se le manifestaba en el nacimiento de su virilidad; era como sentir en el centro de su ser un pozo que poco a poco se llenaba de energía vital.
Una como embriaguez le inundó el alma y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Había descubierto apenas en unos cuantos días una fuerte necesidad de compañía y ternura femeninas. Estaba ahora a punto de iniciar el encauzamiento de aquellos deseos, que le venían del instinto y que habían despertado en lo más hondo de su ser. Una fuerte sensación de alegría experimentó en su corazón al observar la radiante belleza de las muchachas que estaban frente a él. Unas gotas de humedad tibia se habían adelantado fuera de la cárcel de su cuerpo, al inhalar el delicioso aroma de aquellas cuatro flores humanas que la vida le obsequiaba, como último regalo a él, que pronto iba a morir.
Se sonrió y las miró una a una, mientras ellas le observaban ahora sí de cerca, después de haberlo visto tantas veces de lejos al frente del cortejo divino. Ellas se sabían destinadas a él y también sonrieron, sintiendo en sus adentros cada una distintas sensaciones que le provocaba su temperamento. Técpatl se aproximó y las beso en la boca, según indicaba el ritual, tocándoles las palmas de las manos y así pudo percatarse que el sacerdote que les había preparado y les había impuesto aquellos nombres, había tenido en cuanta sus maneras de ser y de reaccionar. Ellas encarnaban a las diosas de los cuatro elementos de la naturaleza: Huixtocihuatl tenía las manos húmedas y frías, era El Agua; Cihuacoátl, húmedas y calientes, era La Tierra; Xochiquetzatl, secas y calientes, representaba El Fuego y Xilonen, secas y frías, como El Aire.
Un oculto conocimiento afloró para decirle que su experiencia de amor debía de empezar por El Agua, para seguir con La Tierra y luego El Fuego para terminar por El Aire, pues así pensó que estaba constituido el orden ascendente de la felicidad. Así por eso, dio un beso a Huixtocihuatl, dos a Cihuacoátl, tres a Xochiquetzatl y cuatro a Xilonen, indicando con ello que serían sus compañeras la primera, la segunda, la tercera y la cuarta noche de cada uno de los cinco grupos del último mes azteca de su vida.
Huixtocihuatl, la bella adolescente que representaba a la diosa del Agua y del libertinaje, vino a su lecho aquella misma noche, Ella era alta, delgada y sinuosa, como el líquido. Sin decir “agua va”, sin esperar a que El Escogido tomara la iniciativa en el encuentro, en cuanto se vio a solas lo abrazó y se enlazó con él, enroscando su grácil cuerpo desnudo en torno al de aquel, como ávida serpiente sedienta de amor.
Pero Técpatl, no obstante la fascinación de la primera vez y del placer inmenso de sentirse devorado por el perfumado aliento de la diosa, sentía cierta desilusión. La explosión final de su entrega en el esbelto cuerpo de la doncella, no fue goce suficiente para compensarle de la sensación de siendo hombre, ser poseído. Sintiendo, disfrutando aún, de los abrazos húmedos y tenaces que lo ligaban y en medio de la posesión líquida de Huixtocihuatl, anhelaba recobrar la libertad.
Continuó la insaciable diosa joven el resto de aquella noche, disfrutando del manantial de Técpatl, hasta que a los primeros albores de la mañana vio éste con satisfacción que su compañera se levantaba y salía de la estancia con aquel andar sinuoso y como sin huesos. Estaba fatigado y con sueño. Se quedó dormido y soñó que se deslizaba por un infinito lago de dulzura, de paz y regocijo. Al medio día despertó y se bañó recordando haber nadado en las aguas límpidas del amor primero. Se vistió y se fue a reunir con su primera mujer y sus tres doncellas.
La comida fue servida con tanto lujo y ceremonia como la del Emperador mismo. Flores, frutas, finas mantas de color y oro, música y cantos, los manjares más preciados y un aromático acayetl, cigarro de tabaco, al final del banquete para El Joven Divino.
Mientras Huixtocíhuatl estaba silenciosa y ensimismada, tal vez disfrutando aún en sus adentros la recién pasada noche de amor, las tres doncellas estaban de humor alegre y hablantinas. Por la tarde fueron los cinco a dar un paseo por la laguna en una de las canoas imperiales, tallada y decorada en oro y cubierta con un toldo de algodón blanco y bordado de labor de plumas verdes y rojas. Al tiempo que el prisionero tlaxcalteca se imaginaba navegar con la diosa del Agua por la laguna de Tenochtitlan, las otras tres se afanaban por esparcir su perfume y su alegría en el espacio inmediato de El Escogido.
Después del paseo, el guerrero ofrecido a Tezcatlipoca se retiró para descansar y meditar y cuando llegó la hora del lecho, se presentó Cihuacoátl, la joven representación de la diosa de la Tierra. Ella era morena y de exuberantes redondeces, con mejillas sonrosadas y grandes ojos negros. Tenía los hombros anchos y potentes y las caderas vigorosas y amplias, que subían en una curva pronunciada hasta una cintura estrecha por atrás y a un vientre musculoso y palpitante por delante. Sus pechos redondos, firmes y grandes; los labios rojos y llenos. Su monte de venus estaba cubierto por una espesa mata de cabellos oscuros que escondían una profunda hendidura de fertilidad.
Cihuacoátl era poco hábil de movimientos y parecía desconcertada y sin saber qué hacer. Técpatl le había tumbado el huipil y ella se dejaba, demasiado tímida para expresar su deseo; demasiado discreta para evidenciar el estremecimiento que sentía en lo más hondo de su ser, al contacto agradable de las manos del guerrero. La diosa de la Tierra permitía ser acariciada, ser olida, recorrida repetidamente, exhalando un aliento dulce, húmedo y excitante que el joven aspiraba. La mujer dejaba manar de lo más profundo de su cuerpo un humor, una savia embriagadora que el dios Espejo Humeante aceptaba y paladeaba con un apetito propio de la más voraz de las divinidades aztecas.
Técpatl, El Cuchillo de Pedernal, penetraba una y otra vez, arando una fertilidad de amor, que provocaba el temblor telúrico, el orgasmo vital de la diosa Madre Tierra, y la inundaba con la simiente de la creación eterna. El dios se desbordaba y se fundía en el abrazo divino del amor y la multiplicación. La diosa Tierra, respondía con sus olorosos frutos de aliento cálido y manantial de vida, a la posesión del hombre por voluntad del dios Tezcatlipoca, la adoración principal en la teología azteca.
Tecpatl se durmió. Soñó que caminaba por una voluptuosidad de colinas, entre bosques floridos, arroyos cristalinos de dulzura y desafiantes montañas que se dejaban conquistar por la agilidad del joven. Al verla alejarse con lentitud y quizá con respeto, al llegar la mañana, sintió que se fuera y contempló con atención y ternura su andar, la acción rítmica y pesada de su espalda morena, bien esculpida en volúmenes redondos, que alzaban ya una cadera ya otra en potente alternancia.
Al quedarse solo El Cuchillo de Pedernal, contra lo que suponía después de una noche de pleno disfrute, se sintió ligero y descansado, con una sensación de satisfacción que le nacía en el oculto centro de su sensualidad recientemente utilizada. Se levantó temprano y pasó el día de buen humor entre las dos alegres y decidoras vírgenes y las otras dos muchachas ensimismadas, acariciando con alegría y cariño a todas ellas.
Al tocarle la brillante cabellera, El Joven Divino tuvo la impresión de que percibía no tanto la extraordinaria belleza de la doncella, sino una especie de vibración, un estremecimiento que le recorría el cuerpo, haciéndolo siempre vivo y tenso. Al tomar cierta distancia por un momento para apreciar su belleza, casi estuvo seguro de haber admirado en la mujer un algo como esfera de calor y luminosidad en torno a ella. Se apoderó de él entonces, un repentino y violento deseo y cuando la tuvo en sus brazos halló que tenía la piel tersa y ardiente, que sus miembros se estremecían como con fiebre y que su aliento era cálido y perfumado como los vientos del sur.
Al posar sus labios sobre aquella boca roja, se dio cuenta que ya no habría de buscar la posesión apresurada, que la unión ya era total aun sin penetrar a la joven y que la sensación era como si él se hubiera introducido a una esfera de fuerte y arropadora luz solar. No eran dos seres entrelazados en abrazo amoroso, sino que ahora ambos eran uno; un único ser ardiendo en un fuego común. ¿Buena respuesta? No, no era eso lo que sucedía, porque ya no era posible distinguir entre una persona y otra y su goce era una larga unión en que ambos se fundían y el uno se encontraba con el otro. ¡Oh, qué noche! ¡Aquello era lo que jamas había imaginado! ...y sin embargo estaba seguro de estarlo viviendo. Cuando Técpatl estuvo a punto para la entrega, buscó la mirada tibia de Xochiquetzatl y encontró una chispa de lumbre que lo envolvió. Ella era diosa del Fuego que lo consumía por voluntad divina y él era el dios Espejo Humeante, el volcán de amor que expulsaba lava candente que cubría por completo a la diosa Flor de Plumas Rojas.
En el largo instante de la recuperación después del clímax, al prisionero seleccionado se le reveló la idea de que aquello era la clase de vida, tras de la cual sólo la muerte podía tener sentido. En sus ratos de sueño, El Cuchillo de Pedernal, veía un gran volcán que exigía sacrificios de doncellas, vírgenes de cobre, como aquella joven que ahora era su mujer. El guerrero tlaxcalteca soñaba y pensaba en su próximo goce, sacrificio, unión, y se levantaba ávido de más felicidad, en conciencia plena de que al mirar, al tocar aquel hermoso cuerpo se llenaba de energía, lava, que estaba dispuesto a dejar salir sin contención.
Arribó la aurora sobre el lago de la Gran Tenochtitlan y la joven se fue corriendo y lanzando besos mientras él seguía en cama cansado y feliz, gozando todavía al sol de aquel amor. Durante todo ese día, el prisionero escogido mostró un humor más grave que de costumbre. Transcurrió el tiempo de paseo en la laguna, el cual se prolongó hasta el bosque de Chapultepequetl, con su alegre y encantadora Xilonen y las tres hembras ensimismadas en su reciente experiencia de amor. Cuando el sol se puso en la ribera poniente del lago, Técpatl experimentaba una secreta impaciencia que le roía el alma: ¿Qué puede darme Xilonen que las divinas diosas del Agua, la Tierra y el Fuego no me hayan ofrecido ya?
La cuarta noche, apenas apareciendo las estrellas, llegó Xilonen, la joven diosa de los Vientos, Madre del Maíz y los Elotes Tiernos. Ella era esbelta y grácil, no muy alta, y tenía el cabello sedoso y de tonalidades de oro obscuro. Poseía un cuerpo elegante y fino, perfecto en todas sus formas y tan delicadamente modelado que cada línea parecía recrearse en entregar su perfil a la siguiente, con las curvas más perfectas que Técpatl jamás imaginó existieran. Xilonen tenía los ojos transparentes y llenos de sonrisa y con ellos acariciaba con un mirar recto y profundo, lo cual él observó desde el principio. En torno a ella parecía soplar una brisa suave y envolvente que lo emocionaba y excitaba sus sentidos.
Aun con una gran luminosidad del día, una fresca lluvia empezó a caer sobre la Gran Tenochtitlan...
Excelente manera de narrar un punto de vista interpretativo de un capitulo del libro "Corazón de Piedra Verde" .
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